lunes, 12 de julio de 2010

"Don Luchito Barrios"

Lucho Barios fue uno de los últimos compositores peruanos en fallecer dejando un legado musical rico e inspirador. Las causas de su deceso las desconozco, pero hoy, al borde un autobús, revivió.
Lo hizo entre acordes, no celestiales, y un poco percudido. No me pareció ser un cantante criollo sino un ser expulsado del cielo, por eso le preste atención.

Prometió un bolero, los románticos, los que se bailan pendularmente y abrazados, "Sin ti"; sin pensarlo, amansó al público aterrorizado por su presencia, al coger el violín. Pensé que, tan desencajado personaje, sería un antagónico espejismo en relación a los dotes musicales que le pudo dar Dios. Seguí leyendo, recostando mi cabeza sobre la baranda del autobús, pensando acariciar mi lectura entre los acordes de mi aromático amigo. Lo que vino fue aterrador. Lo que salió del violín fue la agonía de un elefante moribundo; las lisuras de un lucifer bendecido, los llantos de un instrumento vil y violentamente ultrajado.

Lo miré atónito, todos lo hicimos. Entre pena y risas lo escuché atento. Su voz no tuvo el candor y la potencia esperado, sino la vitalidad de una vejez mal llevada, forzada por la necesidad del hambre y el frío. Quién sabe.

No encontré rastro de vida, una luz siquiera entre esos ojos gordos y arrugados como dos pasitas, parecen haber perdido el rumbo que siguen los vivos. No escuché un latido digno en esa gutural y oscura voz, ni un paso seguro en ese andar paquidérmico, casi infante.

Volteé la mirada y lo despedí con la indiferencia con la que se ignora un fantasma. Estoy seguro que lo volveré a ver, suele subir en la ruta donde viajo, pero no sé si tendré algo más que agregar a su astillada existencia: o si podré volver a mirar esa figura cansada, sazonada con miles de olores, pidiendo "una limosnita" esperando un milagro-

lunes, 6 de abril de 2009

Camino con olor carmesí

Doña Cuchita, con sus labios siempre carmesí y con un aliento a caramelo de fresa, se perdía entre los parques de la plaza Grau conversando sentada con maíz entre los dedos convidando a imaginarias palomas cerca de su regazo. Cantaba canciones a niños de antaño que bajo su cuidado y tutela desfilaban bordeando la laguna del distrito de Barranco hace setenta años; canciones ahora épicas entre las voces de nosotros los que crecimos besados por ella, besos despulgados de esos que te exprimen el cachete hasta dejarlo amoratado sino uno dulce y silencioso como quien los da por caridad y con la sonrisa de la primera vez.

Mientras vivió, su casa fue de adobe color rosa, de fachada cercada por una amenazadora hilera de helechos pero enternecida por un duende frio en posición fecal; una puerta siempre entre abierta guiaba los pasos quien se adentraba en las entrañas de tan extraña casa. Medio cuarto más adentro se partía la sala por un tragaluz mal o arbitrariamente mal colocado adosando lo real de lo anacrónico. Al terminar, ella tendida boca arriba respiraba con un rigor mortis que helaba la sangre, los lentes moqueando por sus níveas mejillas acariciando esa hervida piel.

En su mesa de descoloridos azulejos nunca faltó el te y la baraja de cartas que a tan aficionada era, enseñaba las reglas y las trampas y nunca sonreía cuando perdía. Nunca exhumó, entre tertulias, de su corazón hacia los labios el masculino que la dejó o plantó por otra, suposiciones nuestras pues quienes las conocieron aseguraron su soltería beatífica desde los dieciséis. De la belleza de novicia italiana de antaño quedaron sus ojos verdes amurallados e intimidantes, coquetos, divinos y adivinos de quienes la perseguían por esa futurista y pendular manera de mover las caderas.

Con curiosidad sabuesa hilvano los retazos de una vida plantada apropósito, sin más norte que la que conocemos todos en el barrio, sus carcajadas que más parecía musitadas risas entre palomas, pequeños besos a medio labio que solía darnos, esa algodonada cabellera ondulada que siempre vive en mis recuerdos y una foto que me regaló de ella prometiéndome que de haberme conocido, yo, su caballerito, hubiera sido el elegido.

lunes, 30 de marzo de 2009

El fùtbol hace doce años

Tenía doce años menos que ahora y por entonces soñaba con que el Perú jugara en un mundial de fútbol y teníamos con qué. Un "coyote" Rivera surcando el carril izquierdo le cedía un pase a Julinho y este centrando a Palacios para gritar una vez más un gol peruano. Por esos días sentía la pasión y la fiebre que producía la cercanía a la clasificación, podía entender que la gente faltara y se dictara a si misma feriado nacional, podía sentir el peso real de una camiseta sudada a kilómetros desde el asiento de mi casa y podía darle sentido a esa frase que hasta hoy se pronuncia "tenemos esperanzas".



Hace doce años era más fácil coger la tabla de puntuación, una calculadora, calcular cifras e inventarse el punto demás cercano a la ilusión. Era difícil, eso si, salir a jugar la pelota sin soñarse a mismo "Ñol" Solano pateando un tiro libre sobre una pista dinamitada por el peso de los carros; era sencillo juntarse con los amigos después del "fulbito" y era aún más hacer la "chancha" y salir a comprar el ron con Coca Cola. Era común gritar, vitorear con alegría, hacer retumbar las sillas hasta terminar tirándolas por encima.



Hace doce años todo era más sencillo, creerse que los pies tenían magia, que existían las improvisadas "chalacas", que el límite de nuestro talento en la cancha nunca terminaba, que el equipo podía escucharme y verme blandir la camiseta, que mi garganta podía soportar noventa minutos a viva voz haciéndolas de técnico y comentador. Hace doce años mi amor por el fútbol peruano se durmió, se aplastó sobre sus paquidermas patas para no levantarse más, sin bulla, sin inquietar a nadie. Ya dejé de ser niño, pero tengo ilusiones de tal, me alegra ver que aún tenemos equipo pero me acongoja que ya no pongamos sobre el gras sudor, sangre, alma y corazón.